Sinaloa-sur-Seine

Me defino sinaloense y bohemio. Si debo añadir algo más, citaría a René Char: "Creo en la magia y la autoridad de las palabras".


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Radio y café cada mañana

Dondequiera que voy me gusta tomar el café al calor del sol matinal.

De casa de mis padres los cabellos de la aurora alzan el vuelo tras el otero de Tetameche. A la entrada dos árboles que mi viejo plantó sin saber que eran de caoba, no son tan frondosos como para impedir con su sombra calentarme con las primeras luces de la mañana bebiendo mi café en mi silla reclinada contra el muro.

Cuando voy allá, acompaño a mi padre que se ha despertado temprano como es su costumbre y ya ha sacado una silla al portal no tanto para asolearse sino para ver pasar a los jornaleros y a los operadores de tractor cuya faena también comienza al amanecer.

Con el pretexto de dejar a los demás dormir mientras escucha las noticias y fuma a la sorda un cigarrillo, enciende la radio y lleva su cuenta de los trabajadores del campo, en dos palabras: mitotear.

Dos o tres estaciones pelean por la audiencia matutina, por viejos como mi padre. Una de ellas trasmite desde Guasave, otra desde Los Mochis y la tercera de Culiacán, con enlaces en vivo a las otras ciudades sinaloenses.

A mi padre le interesa el beisbol cuando es temporada pero no es aficionado de los Algodoneros de Guasave ni de los Cañeros de Los Mochis. Desde la llegada al poder de Felipe Calderón la escucha de la nota roja ha remplazado su interés por el beisbol. Cuando enciende la radio se ve en sus ojos un brillo pícaro y calla esperando que se hable del último enfrentamiento de los malos contra los peores.

Sólo en Chihuahua y Nuevo León hay más asesinatos que en Sinaloa; pero en proporción demográfica hay dos veces más ahí.

En los años que vienen mi padre y los padres de todos los sinaloenses seguirán levantándose para escuchar  cada mañana que la paz no hallado sitio en la noche.


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El camino quitarán…

pero la querencia, ¿cuándo?Nací en el llano más bonito del mundo. De pequeño pensaba que la Tierra toda era plana, y que los cerros, de los que sólo se perciben las siluetas a lo lejos, eran como las nubes, visibles e inalcanzables.
 
 
 
 


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Cuando es de noche en mi rancho

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Image by msmail via Flickr

Es tarde y no logro dormir. A esta hora no debería yo estar despierto.

Cuando éramos chicos, mis hermanos y yo contábamos los habitantes del pueblo para dormir. Empezábamos siempre por la casa de El Niño, el papá del güero, la casa que esta justo después del letrero con el nombre del rancho seguido de puntos suspensivos escritos a balazos. Contábamos casa por casa, cuadra por cuadra, siempre nos dormíamos antes de llegar a la de la escuela.

Los tres contábamos: mi hermano, mi hermana y yo, cada uno metido bajo su cobija, con la vista fija en la oscuridad del techo del cuarto. Primero contábamos a los padres, o a la madre, viuda. A veces armábamos un alboroto para decidir si la vaquilla de Pedro o el caballo de Nico entraba en la cuenta, o si fulano tenía que ser contado en casa de su mujer o en casa de su querida, viuda también o con el marido en el Otro Lado, el Over There, los Yunait Estaits.

Sigo sin dormir, como puede verse. Pienso en mis hermanos, siempre serán para mí ese par de latosos que o se me pegaban como sanguijuelas o se obstinaban a ver otro canal en la tele. Esos latosos que me perturbaban cuando contaba para dormir.

En el pueblo, de noche las calles están quizás menos vacías que de día, los hombres ya han vuelto de las tierras. Los hay que no hacen nada y siguen el mismo ritmo de los chambeadores. Cayendo la tarde se forman palomillas de jugadores de baraja frente al expendio de cerveza de Diego, o en la tienda del Hermano Víctor, frente a la sindicatura, dónde el ojo siempre vigilante de la policía municipal es garante del respeto de las reglas del conquián.

Cuando es de noche, en mi pueblo los plebe chicos cuentan para dormir, los adultos juegan a las cartas,  platican en las esquinas y en los portales del vecino, van a comprar harina para las tortillas del lonche del día siguiente, porque hay faena, porque hay que regar las milpas, deshierbar canales, seguir componiendo el motor del pinchi tractor que los tiene varados desde hace días. Los viejos antes de acostarse echan un ojo al cielo, mirando hacia el Este, para el rumbo de Sinaloa de Leyva, para ver si hay relámpago y saber si al fin vienen las lluvias.


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Tata Chuga

Cuando aún vivía mi tata, mi madre solía pasar el fin de semana en su casa. El pueblo está a 5 kilómetros del rancho. No hace falta decir que íbamos con ella.  Tomábamos uno de los camiones de la mañana, había para escoger: el rojo de los Beltrán que iba de Mezquite Alto a Guasave que pasaba a las 6 de la mañana; el del Gordo Ramón que hacía varios viajes diarios de la Vía a Los Mochis, el primero a las 6:30; o el de las 7, del que solo me acuerdo que el chofer era de La Guamuchilera e iba de la Vía a Guasave.

Puede dar la impresión de que mi madre es tempranera, pero casi todo mundo lo es cuando se vive del campo, con su ritmo. Desde las 5:30 camiones y camionetas pasaban por las calles, sonando sus cláxones, rara vez discretos para despertar y recoger a los pocos jornaleros del poblado. En el rancho, la gente en su mayoría es ejidataria y a veces propietaria de tierras. Pocos trabajan para « los campos », grandes explotaciones agrícolas propiedad de sociedades compuestas de familias de antiguos latifundistas que se las han arreglado así para conservar lo máximo de tierras cuando se realizó la reforma agraria. La gente desconoce la terminología marxista, eso no quita que en el rancho jornalero sea sinónimo de « Lumpenproletariado ».

Más vale, si no se tiene tierra en propiedad o en usufructo ejidal, trabajar para un un vecino y no para un « campo », que eso es para los Oaxaquitas,  término que incluye a todos los trabajadores indígenas migrantes sean de dónde sean a excepción de los Tarahumaras,  que son mejor considerados por el mero hecho de serlo, por tener acento norteño y fama de ser correosos. Y al fin y al cabo: son vecinos, nosotros venimos de un poco más abajo en la sierra. Unos y otros son a menudos enganchados en sus lugares de origen y son generalmente albergados por los patrones de los campos en galerones, barracones en los que viven hacinados, comparten  por decenas un sanitario y cisterna de agua a veces potable. Puro racismo ordinario que pasa desapercibido de tanto verlo todos los días, amalgama de mezquindad e ignorancia común al ser humano.

Pero yo hablaba de mi madre queriendo hablar de mi tata, y de esos fines de semana que a mí tanto me agradaban.

 

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Amohinado por una muerte indigna

Las noticias malas siempre tienen alas. Las noticias sinaloenses siempre tienen balas. El lunes por la madrugada las balas acabaron con la vida de dos personas en Los Mochis, mi ciudad natal, en la que vive una buena parte de mi familia. Un muerto o dos ya no es nada ahí; un muerto o dos no es nada en Sinaloa; un muerto o dos no es nada en México. ¿Quién cuenta las gotas de lluvia? Nadie. ¿Quién cuenta los muertos en México? Pocos. Los muertos son los que tendrían contar.

Abuso con la generalización, quizá me alejo de la realidad por la mohína que me carga, será porque una de esas balas me ha herido.

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