Ya no sé cuantas noches he dormido en una cama de hospital. Muchas más que las que he compartido la cama con una mujer, tal vez.
Lo peor de todo es que nunca he podido o querido, a la mejor inconscientemente, sentar cabeza o cuando lo he querido ha sido demasiado tarde para ellas.
Si estas reflexiones me ocupan últimamente es porque hará un mes más o menos que volví a ver a esa pelirroja a la que hace meses relegué al rango de amiga. Nos dimos cita a orillas del Canal Saint-Martin, frente al Point éphémère un antro a la moda para luego irnos a nuestro bar en el Quai de la Loire. Un amigo mutuo de esos que siempre llegan tarde y se permiten preguntas íntimas nos amagó con un «¿por qué rompieron?». Lo que siguió no tiene importancia si no fuera por el hecho de que nos comimos a besos y me noqueó con un derechazo a la mandíbula «c’est plus possible, je quitte Paris et tu n’abandonneras cette ville pour rien au monde«.
Tomamos el metro juntos, se sentó en mis piernas hasta la estación donde iba. Me dió un beso en la boca que saben más a cariño que a pasión. Sonrió y desapareció en el andén.