Cartón de Lalo Alcaraz ©
« Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí ».
Augusto Monterroso, escritor guatemalteco.
Cartón de Lalo Alcaraz ©
« Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí ».
Augusto Monterroso, escritor guatemalteco.
Es tarde y no logro dormir. A esta hora no debería yo estar despierto.
Cuando éramos chicos, mis hermanos y yo contábamos los habitantes del pueblo para dormir. Empezábamos siempre por la casa de El Niño, el papá del güero, la casa que esta justo después del letrero con el nombre del rancho seguido de puntos suspensivos escritos a balazos. Contábamos casa por casa, cuadra por cuadra, siempre nos dormíamos antes de llegar a la de la escuela.
Los tres contábamos: mi hermano, mi hermana y yo, cada uno metido bajo su cobija, con la vista fija en la oscuridad del techo del cuarto. Primero contábamos a los padres, o a la madre, viuda. A veces armábamos un alboroto para decidir si la vaquilla de Pedro o el caballo de Nico entraba en la cuenta, o si fulano tenía que ser contado en casa de su mujer o en casa de su querida, viuda también o con el marido en el Otro Lado, el Over There, los Yunait Estaits.
Sigo sin dormir, como puede verse. Pienso en mis hermanos, siempre serán para mí ese par de latosos que o se me pegaban como sanguijuelas o se obstinaban a ver otro canal en la tele. Esos latosos que me perturbaban cuando contaba para dormir.
En el pueblo, de noche las calles están quizás menos vacías que de día, los hombres ya han vuelto de las tierras. Los hay que no hacen nada y siguen el mismo ritmo de los chambeadores. Cayendo la tarde se forman palomillas de jugadores de baraja frente al expendio de cerveza de Diego, o en la tienda del Hermano Víctor, frente a la sindicatura, dónde el ojo siempre vigilante de la policía municipal es garante del respeto de las reglas del conquián.
Cuando es de noche, en mi pueblo los plebe chicos cuentan para dormir, los adultos juegan a las cartas, platican en las esquinas y en los portales del vecino, van a comprar harina para las tortillas del lonche del día siguiente, porque hay faena, porque hay que regar las milpas, deshierbar canales, seguir componiendo el motor del pinchi tractor que los tiene varados desde hace días. Los viejos antes de acostarse echan un ojo al cielo, mirando hacia el Este, para el rumbo de Sinaloa de Leyva, para ver si hay relámpago y saber si al fin vienen las lluvias.
El Grito de Dolores, lanzado por el cura Miguel Hidalgo y Costilla la madrugada del 16 de septiembre de 1810 iniciaría la sarta de guerras civiles y revoluciones que convertirían la Nueva España de ese entonces en el méxico* actual. La guerra de independencia se lanza con lema de
«¡Viva la Virgen de Guadalupe!, ¡Abajo el mal gobierno!, ¡viva Fernando VII!»
Ese es un claro llamado a la revuelta de los criollos contra los peninsulares. Hidalgo era criollo como casi todos los conspiradores de Querétaro, a la excepción de José María Morelos. El «Mueran los gachupines» de la boca del mismo cura de Dolores vendría a aclarar que aquello era un movimiento criollo contra los privilegios que gozaban los peninsulares, étnicamente iguales, pero políticamente diferentes en el sistema de dominación colonial español.
Las noticias malas siempre tienen alas. Las noticias sinaloenses siempre tienen balas. El lunes por la madrugada las balas acabaron con la vida de dos personas en Los Mochis, mi ciudad natal, en la que vive una buena parte de mi familia. Un muerto o dos ya no es nada ahí; un muerto o dos no es nada en Sinaloa; un muerto o dos no es nada en México. ¿Quién cuenta las gotas de lluvia? Nadie. ¿Quién cuenta los muertos en México? Pocos. Los muertos son los que tendrían contar.
Abuso con la generalización, quizá me alejo de la realidad por la mohína que me carga, será porque una de esas balas me ha herido.