Cuando aún vivía mi tata, mi madre solía pasar el fin de semana en su casa. El pueblo está a 5 kilómetros del rancho. No hace falta decir que íbamos con ella. Tomábamos uno de los camiones de la mañana, había para escoger: el rojo de los Beltrán que iba de Mezquite Alto a Guasave que pasaba a las 6 de la mañana; el del Gordo Ramón que hacía varios viajes diarios de la Vía a Los Mochis, el primero a las 6:30; o el de las 7, del que solo me acuerdo que el chofer era de La Guamuchilera e iba de la Vía a Guasave.
Puede dar la impresión de que mi madre es tempranera, pero casi todo mundo lo es cuando se vive del campo, con su ritmo. Desde las 5:30 camiones y camionetas pasaban por las calles, sonando sus cláxones, rara vez discretos para despertar y recoger a los pocos jornaleros del poblado. En el rancho, la gente en su mayoría es ejidataria y a veces propietaria de tierras. Pocos trabajan para « los campos », grandes explotaciones agrícolas propiedad de sociedades compuestas de familias de antiguos latifundistas que se las han arreglado así para conservar lo máximo de tierras cuando se realizó la reforma agraria. La gente desconoce la terminología marxista, eso no quita que en el rancho jornalero sea sinónimo de « Lumpenproletariado ».
Más vale, si no se tiene tierra en propiedad o en usufructo ejidal, trabajar para un un vecino y no para un « campo », que eso es para los Oaxaquitas, término que incluye a todos los trabajadores indígenas migrantes sean de dónde sean a excepción de los Tarahumaras, que son mejor considerados por el mero hecho de serlo, por tener acento norteño y fama de ser correosos. Y al fin y al cabo: son vecinos, nosotros venimos de un poco más abajo en la sierra. Unos y otros son a menudos enganchados en sus lugares de origen y son generalmente albergados por los patrones de los campos en galerones, barracones en los que viven hacinados, comparten por decenas un sanitario y cisterna de agua a veces potable. Puro racismo ordinario que pasa desapercibido de tanto verlo todos los días, amalgama de mezquindad e ignorancia común al ser humano.
Pero yo hablaba de mi madre queriendo hablar de mi tata, y de esos fines de semana que a mí tanto me agradaban.
Me sale decir « a casa de mi abuelo » , « a casa de mi tata » porque era a él a quien yo visitaba. Vivían él y mi nana junto a la casa de su hija la menor, construida en el mismo solar, quien con la ayuda y colaboración de mi tío Pedro trajo al mundo a mis 7 primos más cercanos. En esas visitas semanales, para mí solo contaban la presencia del viejo y dos primos míos, falsos gemelos, unos meses mayores que yo con los que crecí entre travesuras, riñas infantiles en las que tenía que tomar partido por uno o por otro, y jornadas de trabajo en la parcela del abuelo que, mejor dicho, eran simples paseos campestres y andanzas diversas de las que mi hermano, 4 años menor que nosotros, era generalmente excluido.
Cada vez que llegábamos, nos lo encontrábamos tomando el sol en el patio evitando la sombra del tamarindo. Ya se había bebido uno o más cafés de talega, hecho con café en grano que mi madre y mi tía habían tostado y molido— La receta no es misterio: Zambullir la talega de café molido en una cafetera con agua hirviente, dejar reposar la infusión 5 minutos; para beberlo, servir y agregar azúcar al gusto—. En una mano el café y en la otra un cigarrillo encendido y el sombrero echado hacia adelante para tapar el sol y dejarle ver quien pasaba y quien entraba, sin ánimos de comadrear, solamente para saludar al transeúnte.
Su ocupaciones eran pocas, como las de un monarca que conserva mero poder ceremonial. De cuando en cuando iba a saludar a su primo Gabino, dueños de abarrotes en la calle principal y proveedor exclusivo de Delicados sin filtro, repartía 2 o 3 buenos días y buenas tardes a otros 2 primos suyos y otros tantos sobrinos que vivían de camino. Otras veces era Eulalio, su primo solterón, quien venía a visitarle y echar pestes por el precio de las cosechas, porque había llovido mucho y porque no había llovido, por lo malos que eran los chapules de ahora que no eran como eran ellos, pues ellos siempre respetaron a sus mayores y por la infeción que traía en el gaznate: había que ver esos gargajos que escupía, de un verde tierno que daba gusto.
Nada que ver con su hermano, Mauricio, que se le parecía tanto que casi podía uno confundirlos, con quien hablaba tan poco que yo supongo que les bastaba con verse aun vivos, o que trataban de asuntos privados a ellos dos; alguna vez los oí hablar de un viaje a Batopilas con el bisabuelo, Ramón, y un arria de mulas… Batopilas estaba en los confines del mundo para mí, cuanto y más a pie y tirando de bestias tan necias, y todo para llegar al quinto pino, y pinos no faltaban en la Sierra según decían y nevaba en tiempoefrío, ese lugar debía estar muy muy lejos.
Yo estaba plebe, y me encantaba escuchar sus conversaciones con otros viejos pues en ellas todo era superlativo: Tepic estaba del lado de México, en Vicam habían ricos que tenían tantas vacas que habían contratado al primo Ernesto que era veterinario, y que el gobierno había hecho bien en sacar a la gente de los pueblos de las veras del río para construir la presa de El Máhone.
Mi abuelo vivió algo más de 90 años. Un día mi madre lo encontró en esa silla desmayado, fulminado por una hemorragia cerebral. Pasó unos días en el hospital y cuando ya no nos dieron esperanzas lo trajimos a casa. Tuve que dejar pasar un tiempo para tener el valor de irlo a ver en su cama, mientras que mi madre y mi padre, primos y primas, tías y tíos se turnaban para estar a su lado. Él sólo podía mover los ojos, su cuerpo estaba paralizado, su espalda cubierta de heridas. Yo no quería quedarme con ese recuerdo suyo. El tata no escogió morir así, ni nosotros dejarlo irse de esa manera tan cruel.
Se nos fue la madrugada de un 24 de noviembre.