Sinaloa-sur-Seine

Me defino sinaloense y bohemio. Si debo añadir algo más, citaría a René Char: "Creo en la magia y la autoridad de las palabras".


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Ha muerto Don Juan Chávez

Temprano levantó la muerte el vuelo, 
temprano madrugó la madrugada, 
temprano estás rodando por el suelo. 
(Miguel Hernández, Elegía)

Don Juan Chávez en Bretaña, Francia

Este sábado 2 de junio Don Juan Chávez murió en un hospital de Morelia. Era la voz de la comunidad purhépecha de Nurío, Michoacán; era una de las personas más respetadas y sabias del Congreso Nacional Indígena. Fue un hombre recto, como el ala de su sombrero michoacano.

Era un hombre de la tierra; el 29 de mayo la muerte lo apeó de la troje que reparaba, la troje de su casa en la que se guardan los frutos de la tierra.

Me tocó conocerlo en Barcelona, a donde en ese entonces había sido invitado por compañeros solidarios de la lucha por la autonomía indígena en México. Recuerdo que iba a aprovechar ese viaje para ir al Archivo de Indias, en Sevilla, para consultar documentos coloniales y con ellos en mano tratar de resolver los problemas agrarios de su pueblo.

Don Juan fue invitado en varias ocasiones a Europa para hablar de las experiencias de lucha y de las dolencias de los indígenas en resistencia ante un auditorio de organismos internacionales y organizaciones de solidaridad y de defensa de los derechos de los pueblos indígenas; y sobre todo, con colectivos en lucha. En México, cuando el trabajo de la tierra se lo permitió y su comunidad se lo pidió, participó como delegado en muchas reuniones y encuentros organizados por el CNI o por organizaciones populares o indígenas como los zapatistas.

A su palabra clara y serena respondían oídos atentos, hablaba en nombre de los suyos y no en el propio, escuchaba activamente para transmitir el mensaje de quienes se lo encomendaban.

En París, en Barcelona, en Vicam, en Oventic, en Cheran, en La Garrucha, en su Nurío y en tantas otras partes, los que tuvimos la suerte de escucharlo o de que nos acompañara con su experiencia de la lucha diaria y de amor a la tierra lamentamos que se vaya tan pronto.

Descanse en paz, Don Juan.


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Tata Chuga

Cuando aún vivía mi tata, mi madre solía pasar el fin de semana en su casa. El pueblo está a 5 kilómetros del rancho. No hace falta decir que íbamos con ella.  Tomábamos uno de los camiones de la mañana, había para escoger: el rojo de los Beltrán que iba de Mezquite Alto a Guasave que pasaba a las 6 de la mañana; el del Gordo Ramón que hacía varios viajes diarios de la Vía a Los Mochis, el primero a las 6:30; o el de las 7, del que solo me acuerdo que el chofer era de La Guamuchilera e iba de la Vía a Guasave.

Puede dar la impresión de que mi madre es tempranera, pero casi todo mundo lo es cuando se vive del campo, con su ritmo. Desde las 5:30 camiones y camionetas pasaban por las calles, sonando sus cláxones, rara vez discretos para despertar y recoger a los pocos jornaleros del poblado. En el rancho, la gente en su mayoría es ejidataria y a veces propietaria de tierras. Pocos trabajan para « los campos », grandes explotaciones agrícolas propiedad de sociedades compuestas de familias de antiguos latifundistas que se las han arreglado así para conservar lo máximo de tierras cuando se realizó la reforma agraria. La gente desconoce la terminología marxista, eso no quita que en el rancho jornalero sea sinónimo de « Lumpenproletariado ».

Más vale, si no se tiene tierra en propiedad o en usufructo ejidal, trabajar para un un vecino y no para un « campo », que eso es para los Oaxaquitas,  término que incluye a todos los trabajadores indígenas migrantes sean de dónde sean a excepción de los Tarahumaras,  que son mejor considerados por el mero hecho de serlo, por tener acento norteño y fama de ser correosos. Y al fin y al cabo: son vecinos, nosotros venimos de un poco más abajo en la sierra. Unos y otros son a menudos enganchados en sus lugares de origen y son generalmente albergados por los patrones de los campos en galerones, barracones en los que viven hacinados, comparten  por decenas un sanitario y cisterna de agua a veces potable. Puro racismo ordinario que pasa desapercibido de tanto verlo todos los días, amalgama de mezquindad e ignorancia común al ser humano.

Pero yo hablaba de mi madre queriendo hablar de mi tata, y de esos fines de semana que a mí tanto me agradaban.

 

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Amohinado por una muerte indigna

Las noticias malas siempre tienen alas. Las noticias sinaloenses siempre tienen balas. El lunes por la madrugada las balas acabaron con la vida de dos personas en Los Mochis, mi ciudad natal, en la que vive una buena parte de mi familia. Un muerto o dos ya no es nada ahí; un muerto o dos no es nada en Sinaloa; un muerto o dos no es nada en México. ¿Quién cuenta las gotas de lluvia? Nadie. ¿Quién cuenta los muertos en México? Pocos. Los muertos son los que tendrían contar.

Abuso con la generalización, quizá me alejo de la realidad por la mohína que me carga, será porque una de esas balas me ha herido.

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