Las noticias malas siempre tienen alas. Las noticias sinaloenses siempre tienen balas. El lunes por la madrugada las balas acabaron con la vida de dos personas en Los Mochis, mi ciudad natal, en la que vive una buena parte de mi familia. Un muerto o dos ya no es nada ahí; un muerto o dos no es nada en Sinaloa; un muerto o dos no es nada en México. ¿Quién cuenta las gotas de lluvia? Nadie. ¿Quién cuenta los muertos en México? Pocos. Los muertos son los que tendrían contar.
Abuso con la generalización, quizá me alejo de la realidad por la mohína que me carga, será porque una de esas balas me ha herido.
Caí con uno de los muertos de esa madrugada del lunes 30 de agosto de 2010. Y no es que yo sea insensible a las demás muertes, a los demás muertos. Uno de esos muertos era un honesto albañil nacido por allá en Choix, en los Altos del norte de Sinaloa hace poco más de 32 años. Ese hombre sencillo que ni la debía ni la temía era un buen padre, un buen esposo, un buen yerno y un buen cuñado. No hago del muerto un santo, ni un mártir ni un héroe porque de eso muy lejos estaba y así lo queríamos.
Me llegó de rebote la noticia de su muerte. Pero eso no importa. Paso de la boca de mi hermano al teclado en inglés de mi cuñada en California. Creía haber mal entendido. La víspera yo había hablada con mi madre, no me había contado nada en particular porque no pasa nada en particular en un pueblo de seiscientos habitantes. Creía pues, haber mal entendido esa lengua que es la de Churchill, de William Blake y de Obama y que es también la de mi cuñada más que el español varias veces centenario heredado de sus padres. Para mí, el inglés es la lengua de lo lejano, de lo que pasa en el Darfour o en China, en New York o en Singapur; el francés es mi lengua cotidiana, mi lengua de andar por casa, mi lengua administrativa, la de comprar el pan, la de decirle al médico me duele aquí, la que uso en la calle para responder a un saludo o a una sonrisa ; el español es la lengua de mis sentimientos, de lo íntimo y de lo inefable. Y esa lengua de lo lejano me vino a tocar muy hondo en el alma, al grado de parecerme el mensaje falso, inverosímil.
Marco su número: cero cero, cincuenta y dos, uno, seiscientos sesenta y ocho, etcétera. Su teléfono suena. Soy yo, me acabo de enterar… yo…
Qué idiota me sentí, qué decir. Fue la primera vez que mi hermana me oía llorar. Qué mal me sentí, algo en mí me decía que un hermano mayor no hace eso, que no llora sino que es fuerte, o al menos aparenta esa fortaleza que hasta ese entonces le ha tocado asumir. Pero no pude porque nadie hubiera podido, porque sentía el llanto brotar de mi boca y las lágrimas mojar mis palabras y acallarlas y ése era el sentimiento preciso que compartía al teléfono con mi hermana. Luego, entre llanto y llanto, ella contaba fragmentos de lo sucedido. Y entonces casi un grito: ¡pero cómo le voy a decir a la niña que mataron a su papi?
¿Cómo decirle a una niña que le mataron a su papi? ¿Cómo? ¿Cómo?
Hubiera querido tener en mis brazos a mi hermana, a mi sobrina, a mi hermano, a mis padres y decirles cuanto los quiero, cuanto me duele la muerte de Tebi— ese era el apodo de mi cuñado—, y cuanto quisiera estar ahí con ellos.
¿Cómo justificar una muerte indigna, tajante e inesperada? Los sinaloenses— hablo por mí y por mi familia pero sé que el sentimiento es compartido— estamos hartos de que el término «Sinaloa» se asocie a la violencia , y que se piense que estamos acostumbrados al plomo y a la sangre. A casi 6 años, mi sobrina Alexandra, ha conocido la cara de la muerte, la injusticia y el dolor.
La semana ha seguido su curso. He seguido leyendo y escribiéndole a mi cuñada, llamándole sin hacer caso a las 9 horas de diferencia entre París y Los Ángeles. Llamándole sin conseguir platicar con ella. Sorprendiéndome con el «agarraron a un de los que lo mató, con un fierro de calibre .45, el arma del crimen» leído en El Debate, el diario más popular de Los Mochis, alegrándome un poco con esa noticia, sin encontrar aún la fuerza para llamar otra vez a mi familia directa.
***
Te nos fuiste, cabrón. Mal haya la hora en que esos asesinos vieron la luz del mundo. No deseo venganza, porque es inútil, la sangre no se limpia con más sangre. No creo que pueda haber justicia porque eso en México es mera ilusión.
Te nos fuiste sin razón, cabrón. Descansa en paz, tu espíritu no errará en pena porque no tenías deuda con nadie. Lo tenemos muy adentro en nuestros cálidos corazones, no estarás encerrado en tu tumba pues podrás venir a nuestra memoria cuando quieras, ehui turi.
[…]
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal te ha derribado.
.
No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.
[…]Miguel Hernández, Elegía a Ramón Sijé (fragmento)
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Estoy harto. Estoy atado como pájaro en jaula, mi rodilla fracturada me impide tomar el avión, me encuentro a la espera de una serie de operaciones quirúrgicas. Los médicos saben curan mis lesiones, pero nadie sabe curar la muerte.